No puedo engañarles, soy el mentiroso más fantástico que puedan imaginarse. Es terrible. Si voy camino del quiosco a comprar una revista y alguien me pregunta que adonde voy, soy capaz de decirle que voy a la ópera. Es una cosa seria.
No crean que voy a contarles mi biografía con pelos y señales. Solo voy a contarles una cosa que me sucedió este invierno. Una cosa que me cambió la vida. Se lo juro.
Todo comenzó cuando decidí irme de Kansas una noche, me entró en vena. Me iría a un hostal de Nueva York, un hostal barato, y me dedicaría a pasarlo bien un par de días. Luego me presentaría en casa descansado y de buen humor.
No crean que mis padres no se asustaron cuando les dije que me iba a Nueva York. Casi les da un ataque. Pero no voy a contarles nada de mis padres. Primero porque es una lata, y, segundo, porque a mis padres les daría otro ataque si yo me pusiera aquí a hablarles de su vida privada. Para esas cosas son muy especiales, sobre todo mi padre. Son buena gente, no digo que no, pero a quisquillosos no hay quien les gane.
Como les iba diciendo, cogí un vuelo directo a Nueva York, aeropuerto La Guardia para ser más exactos. Nada más aterrizar me convertí en el protagonista de una película made in Hollywood. Fue terrible. Si hay algo que odio en el mundo es el cine. Ni me lo nombren.
Me hospedé en la YMCA Nueva York de Manhattan. Ese hostal estaba lleno de tarados y maníacos sexuales. Los había a cientos, a miles. Fue estupendo.
Una noche, el más tarado de todos los tarados del hostal, es más, de todo Nueva York, entró en mi cuarto y se llevó todo mi dinero.
Me imaginé bajando las escaleras hacia su cuarto, sangrando por la comisura de los labios y exhalando el humo de mi cigarrillo, intentando con la mano izquierda detener la hemorragia de mi vientre. Había encajado un disparo intentando frustrar el robo. Abriría la puerta de una patada y le cosería a balazos con mi revólver. Después volvería arrastrándome hasta mi cuarto.
¡Maldito cine! Puede amargarle a uno la vida. De verdad. Ni me lo nombren.
Me imaginé bajando las escaleras hacia su cuarto, sangrando por la comisura de los labios y exhalando el humo de mi cigarrillo, intentando con la mano izquierda detener la hemorragia de mi vientre. Había encajado un disparo intentando frustrar el robo. Abriría la puerta de una patada y le cosería a balazos con mi revólver. Después volvería arrastrándome hasta mi cuarto.
¡Maldito cine! Puede amargarle a uno la vida. De verdad. Ni me lo nombren.
Estaba sin blanca, no me quedaba otra alternativa que deambular por Central Park. Un odioso parque plagado de ratas.
A la mañana siguiente, sentado en uno de los bancos del Shakespeare Garden pude ver a una chica guapísima que estaba paseando a su perro, un schnauzer enano, por el parque de las ratas.
Así, de pronto, sólo recuerdo haber visto en mi vida a tres chicas que me impresionaron a primera vista por su gran belleza, una belleza difícil de clasificar. Una fue una chica delgada en un traje de baño negro, que forcejeaba terriblemente para clavar en la arena una sombrilla en Jones Beach, alrededor de 1936. La segunda, esa chica que hacía un viaje de placer por el Caribe, hacia 1939, y que arrojó su encendedor a un delfín. Y la tercera, la chica del schnauzer.
Me miró y me soltó la sonrisa más graciosa del mundo. Se lo juro. Fue un flechazo. Ya estaba medio loco por ella. Eso es lo que tienen las chicas. En cuanto hacen algo gracioso, por feas o estúpidas que sean, uno se enamora de ellas y ya no sabe ni por dónde se anda.
Las mujeres. ¡Dios mío! Le vuelven a uno loco. De verdad.
Las mujeres. ¡Dios mío! Le vuelven a uno loco. De verdad.
Esto es todo lo que voy a contarles. Podría decirles lo que pasó cuando la conocí o si volví a casa o todas esas chorradas estilo David Copperfield, pero no tengo ganas. De verdad.
Dicen que una mentira es más verdad entre dos verdades.
Dicen que una mentira es más verdad entre dos verdades.
Tiene gracia.
No cuenten nunca nada a nadie.
No cuenten nunca nada a nadie.
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